La crisis del multiculturalismo y la sociedad postmoderna

Homenaje a Jutta BURGGRAF. Facultad de Teología Universidad de Navarra.

Es la hora de entrar en un diálogo sincero con personas de otras culturas, de diferentes creencias y de proyectos vitales que tal vez nos resulten extraños. Estamos llamados a mostrar que la fe cristiana, desarrollada en Europa, es un medio apto para hacer confluir razón y cultura, y para mantenerlas juntas, en una unidad que incluya la acción. Si logramos convencer a los demás por la coherencia de vida, podemos sembrar esperanza en vez de pesimismo y podremos mirar con nueva ilusión hacia adelante. Allí́ donde está Dios, allí hay futuro.

Es bien sabido que Aristóteles ha llamado al hombre un «animal social», para destacar que le es propio salir de sí mismo y relacionarse con otros. Pero, a diferencia de los animales, el hombre no solo vive en sociedad, sino que crea la sociedad en que vive. Es intrínseco a su naturaleza espiritual transformar su entorno, construir un mundo cada vez más habitable y darse reglas para una convivencia armónica. No solo se hace la pregunta ética más fundamental: «¿Cómo debo vivir?», sino también aquella otra: «¿Cómo debemos vivir juntos?».

De este interrogante pueden salir respuestas muy variadas. La isla de Nueva Guinea, por ejemplo, tiene alrededor de setecientas lenguas y —según afirman los antropólogos— posee, correlativamente, setecientas formas distintas de sociedad. Las diferentes sociedades son, originariamente, comunidades culturales organizadas: sus miembros tienen en común unas convicciones acerca de la vida y de la muerte. Poseen —como diríamos hoy— el mismo proyecto vital. Este proyecto puede ser valioso o pobre, amplio o estrecho, superficial o profundo; contiene ideas acerca de la familia y del trabajo, unos principios morales y unas creencias religiosas, que se expresan en múltiples ritos y costumbres, como en el modo de comer, de vestirse o de celebrar las fiestas, en el deporte, los juegos y las danzas, y también en el arte, en la música y en la literatura. El orden de la convivencia se asegura, de ordinario, a través de normas o leyes.

A lo largo de los siglos, las culturas se han diferenciado —según zonas geográficas— unas de otras; han creado sus propias tradiciones y mentalidades. Así́, cada país, cada continente, adquirió una identidad especifica. En Europa, la vida fue marcada por la filosofía grecorromana y por el cristianismo. A partir del renacimiento y, especialmente, de los siglos XVIII y XIX, se encontró ante los desafíos de la «edad moderna» —con sus mitos de la razón (ilustrada) y del progreso (técnico) ilimitado—. Ha llegado, finalmente, a la era del «postmodernismo».

En el siglo XX, el hombre adquiere la convicción de que ni la razón ni la ciencia son capaces de llevarle a una verdad segura. Sufre el desengaño, que se oculta, frecuentemente, tras las fachadas blanqueadas de nuestras bellas sociedades. Novelas de éxito mundial destacan que «la vida es absurda» y que el ser humano está «condenado» a la libertad. «Estamos solos, abandonados». No existe una definición de la postmodernidad ampliamente compartida. Sin embargo, hay varios fenómenos básicos que la caracterizan.

Tras la caída de las ideologías gigantescas —el nazismo, el comunismo— crece un escepticismo ante cualquier discurso que trate de dar una explicación del todo. Ya no se cree que haya una única respuesta «racional» o «científica» para cada pregunta. Todo hombre formula la respuesta que más le agrada, y no hay ningún criterio que afirme que una respuesta sea más o menos «verdadera» que otra. Se puede experimentar un rechazo de los grandes relatos, una convicción generalizada que niega al ser humano la capacidad de conocer el mundo y el fin de su vida. Es más, para muchos contemporáneos no existe un último sentido de la existencia. En este clima, amplios sectores han dejado de lado la fe cristiana. La nueva increencia no es provocadora —como en los tiempos de Nietzsche—, sino tranquilamente «normal», a veces resignada y, en ocasiones, un tanto cínica. Tal vez, nos hemos acostumbrado a no pensar: al menos, a no pensar hasta el final. Es el llamado pensamiento débil. Vivimos en una época en la que tenemos medios cada vez más perfectos, pero los fines están perturbados. En tiempos anteriores, la vida era considerada como progreso. Hoy, en cambio, la vida es considerada como turismo: no hay continuidad, sino discontinuidad; caminamos sin una dirección fija. El lema de un motorista lo expresa muy bien: «No sé adónde voy, pero quiero llegar rápidamente allí». En la literatura se habla de la «oscuridad moderna», del «caos actual».

«El hombre moderno es un nómada», se dice con razón. No tiene hogar: quizá tiene una casa para el cuerpo, pero no para el alma. Hay falta de orientación, inseguridad, y también mucha soledad. Así, no es de extrañar que se quiera alcanzar la felicidad en el placer inmediato, en el dinero, en el aprecio de los demás o en el aplauso. Si alguien no es amado, quiere ser al menos alabado.

La cultura postmoderna es sumamente emotiva y, al mismo tiempo, fragmentaria y provisoria. Como no hay motivaciones profundas ni una relación personal con el Dios trascendente, el horizonte vital se estrecha. No se puede mirar con alegría al futuro, ya que faltan los grandes proyectos. Es más, muchos tienen miedo a lo que pasará dentro de años o décadas. Así se explica, en parte, la falta de decisión a comprometerse para toda la vida, o incluso a tener descendencia. Tampoco se mira al pasado; en un ambiente en que la familia se disuelve, las propias raíces ya no interesan. Algunos pensadores hablan de un proceso de «destradicionalización», que se puede observar en las jóvenes generaciones.

Lo que queda, es un presente bastante pobre. El hombre tiene un vacío por dentro y, a la vez, un inmenso poder por fuera. Las nuevas tecnologías le hacen capaz de cambiar el mundo. Pero si no busca la verdad y el bien, lo cambiará según su capricho, y se sentirá́ —cada vez en mayor grado— el «señor del universo». Pensemos, por ejemplo, en las cuestiones biomédicas, que tratan sobre la vida o la muerte de un ser humano. Conviene recordar también la ideología de género, que intenta eliminar la naturaleza masculina o femenina. Las manipulaciones arbitrarias puedan considerarse —al menos, en parte— como una huida hacia adelante, para vencer el aburrimiento de una vida sin sentido. Si me dedico continuamente a nuevas diversiones, no tengo que confrontarme con la propia interioridad. No obstante, a pesar de tantos momentos de evasión —o justamente por ellos—, constatamos que el malestar y el pesimismo aumentan.

En este mundo de distracciones y de contradicciones, descubrimos, a la vez, una verdadera «sed de interioridad», tanto en la literatura como en el arte, en la música y también en el cine. Cada vez más personas están hartas de divertirse y buscan una experiencia de silencio y de contemplación; al mismo tiempo, están decepcionados del cristianismo que, en muchos ambientes, tiene fama de no ser nada más que una rígida «institución burocrática», con preceptos y castigos. Observamos la influencia del budismo y del hinduismo en Occidente. Parece que se desea lo exótico, lo «liberal», algo así como una «religión a la carta». No se busca lo verdadero, sino lo apetecible, lo que me gusta y me va bien: un poco de Buda, un poco de Shiva, un poco de Jesús de Nazaret. Algunos hablan del gran «supermercado de las religiones» para describir este sincretismo. Otras personas huyen de la Iglesia por motivos opuestos: la predicación cristiana les parece demasiado «light», sin exigencias rigurosas. No buscan lo «liberal», sino todo lo contrario: buscan lo «seguro». Quieren que alguien les diga con absoluta certeza cuál es el camino hacia la salvación, y que otro piense y decida por ellos: ahí tenemos el gran mercado de las sectas.

Y, muchas veces unido a este mercado, tenemos múltiples formas de magia. La magia presupone que el universo está poblado de espíritus; algunas personas pueden entrar en relación con ellos, a través de conocimientos esotéricos. Se destaca la importancia de los planetas, de los elementos naturales, los metales y las piedras en el destino del hombre. Se consulta los horóscopos, la astrología, la quiromancia, el péndulo.

Chesterton afirma: «Cuando se deja de creer en Dios, ya no se puede creer en nada, y el problema más grave es que, entonces, se puede creer en cualquier cosa». Y, realmente, a veces parece que cualquier cosa es más creíble que una verdad cristiana o, incluso, sustituye a Dios sin más. Tenemos muchos ídolos, por ejemplo, la salud, el «culto al cuerpo», la belleza, el éxito o el deporte; todos ellos adquieren, en circunstancias, rasgos de una nueva religión. Considerando estos fenómenos, el teólogo americano Harvey Cox —que ha profetizado clamorosamente el fin de la religión hace más de cuarenta años — admite hoy su equivocación: «Un renacimiento religioso… ha empezado a manifestarse en todo el mundo». Otros hablan del regreso a lo sagrado como un rasgo característico de lo postmoderno. Evidentemente, no se trata de un retorno al cristianismo, sino de una nueva búsqueda neopagana de lo divino. El hombre postmoderno no quiere comprometerse con ninguna comunidad o institución. Prefiere «creer sin pertenecer», disfrutando de una religiosidad ambiental y cómoda que le facilite las «caricias de la divinidad».

El término «postmodernidad» indica, en definitiva, que se trata de una situación de cambio: es una época que viene «después» del modernismo y «antes» de una nueva era que todavía no conocemos. (Los adeptos de New Age se han apropiado del nombre: según ellos, ya estaríamos en esta nueva época, pero —a mi modo de ver— se trata de un error: ellos son simplemente «postmodernos»). El postmodernismo es una era limitada que indica el fracaso del modernismo. Se la puede comparar con la «postguerra» —el tiempo difícil después de una guerra—, que es la preparación para algo nuevo. Y se la puede relacionar también con el período «postoperatorio», en el que una persona convalece de una cirugía, antes de retomar sus actividades normales.

Parece, realmente, que vivimos un cambio de época: estamos entrando en una nueva etapa de la humanidad. Pero ¿cómo será́ esta nueva época? ¿Cómo será la nueva cultura en Europa?

Debido, en gran parte, a las inmigraciones, ya no vivimos en un ambiente homogéneo en nuestro continente. En cualquier ciudad europea encontramos restaurantes chinos, turcos o argentinos, escuchamos música de Kenia y de Colombia, compramos joyas de Sudáfrica y ordenadores de los Estados Unidos, cuyas piezas vienen de Singapur; y no es raro que veamos a un gurú hindú́ sentado en el suelo, o a familias musulmanas paseándose por las calles.

Los diversos grupos étnicos y religiosos viven uno al lado de otro. No se fuerza a nadie a «integrarse» o «asimilarse» en la cultura del país (monoculturalismo), y tampoco se pretende un igualarse de las diferentes culturas, según la idea americana del Melting Pot (crisol cultural). Por el contrario, se pide —con razón— comprensión, respeto y tolerancia a todos los ciudadanos.

Pero ¿la tolerancia para con los demás no tiene límite alguno? ¿A cada ámbito cultural le corresponde una autonomía absoluta?

La teoría multiculturalista (llamada también multiculturalismo ilimitado) responde afirmativamente a estas preguntas. Opta por garantizar la plena identidad de cada grupo étnico y religioso: es decir, los inmigrantes pueden conservar, vivir y expresar sus convicciones y creencias sin restricción alguna. No se excluye ninguna cultura, ni tampoco se admite ninguna cultura dominante en un país. No se acepta el marco de una cultura política conjunta. Es fácil detectar que se trata de un ideal no alcanzable. Helmut Schmidt lo llama «una ilusión de intelectuales». Es una mera teoría que lleva, en la práctica, a múltiples problemas. La división de las etnias y la fragmentación de la sociedad en grupos lingüísticos, por ejemplo, pueden traer como consecuencia la caída del debate público y, con ello, de la unidad democrática. Uno de los críticos más influyentes del multiculturalismo, Samuel Huntington —presidente de la Harvard Academy for International and Area Studies—, llama la atención al «explosivo social» que se encuentra en aquellas sociedades en las que se quiere vivir según aquella «ilusión». Si un grupo no aceptara, por ejemplo, los derechos humanos, no estaríamos protegidos contra actos terroristas, ni guerras. Por tanto, no podemos tolerar ninguna alternativa al moderno Estado de derecho. El multiculturalismo es una «falta de responsabilidad organizada», proclama la escritora turco- alemana Seyran Ates. Los hechos dan razón a las críticas. El 2 de noviembre de 2004, por ejemplo, en plena calle en Ámsterdam, un ciudadano marroquí́ mató a tiros al cineasta Theo van Gogh que —por sus duras críticas al islam y a la «memoria sentimental» del holocausto— se había hecho enemigos entre las minorías musulmanas y judías del país. Este asesinato es solo uno de los actos violentos que muestra los límites de la tolerancia. «La sociedad multiculturalista ha fracasado grandiosamente,» constata la canciller Angela Merkel.

La «dictadura del relativismo»

Según la idea del multiculturalismo, todas las culturas y religiones tienen el mismo valor. Esto quiere decir que ninguna tiene la verdad. El multiculturalismo es uno de los rostros actuales del relativismo. Y el relativismo es una ideología que se presenta como la única aceptable para el hombre postmoderno. Sus defensores están, a veces, tan seguros de sí, que pretenden imponer sus ideas a los demás. De este modo llegamos —según una famosa expresión del entonces cardenal Ratzinger— a «la dictadura del relativismo».

El relativismo parece estar, hoy en día, indisolublemente unido al concepto moderno de democracia: se quiere garantizar el libre actuar de cada individuo; al mismo tiempo, se desvincula la libertad de la verdad, y se difunde la teoría de que la libertad consiste esencialmente en que ni el Estado ni ninguna otra institución decida el problema de la verdad.

Un representante conocido de estas ideas es el americano Richard Rorty, un filósofo postmoderno del derecho. Según este autor, el único criterio a seguir para crear el derecho es la convicción de la mayoría. La facultad de decir la última palabra, que antes se reservaba al concepto de verdad objetiva, se atribuye ahora a los ciudadanos en su conjunto.

El científico austriaco Hans Kelsen lo decía aún más claro. Es el autor de la «Teoría pura del Derecho», que separa rigurosamente el derecho y la moral. Según su opinión, en el drama de la condenación de Jesucristo, Pilato obra como perfecto demócrata. Como no sabe lo que es justo, confía el problema a la mayoría para que decida con su voto. De este modo se convierte en figura emblemática de la democracia relativista, donde las opciones políticas dependen de la opinión pública, y los valores ceden el paso al cálculo pragmático de ventaja y desventaja. No hay más verdad que la de la mayoría. Este planteamiento es difundido actualmente por no pocos de los conocidos filósofos del derecho, como, por ejemplo, Joseph Raz o Norbert Hoerster. Surge la pregunta sobre si no es preciso que exista un núcleo no relativista en la democracia. ¿No se ha construido la democracia, en última instancia, para garantizar la inviolabilidad de los derechos humanos?

Es indiscutible que la mayoría no es infalible. La mayoría es más bien manipulable y fácil de seducir. Los errores que comete no solo afectan a asuntos de poca importancia, sino que pueden dañar gravemente la dignidad humana y los derechos del hombre. Una democracia sin valores acaba en totalitarismo. Basta mirar la historia del siglo XX para darse cuenta de ello. Y conviene contemplar nuevamente a Pilato que, siguiendo el grito de una masa, el poder del más fuerte, pisotea dramáticamente la verdad y la justicia. Destruye la libertad en nombre de la misma libertad. El multiculturalismo ilimitado —o la llamada democracia relativista—, por tanto, no constituye una solución viable.

Por el otro lado, no se trata de expulsar a los inmigrantes del país, o de negarles la entrada. Sobre todo, cuando, durante el siglo XX, millones de emigrantes europeos han sido acogidos en otras latitudes. También aquí́ entran en juego graves obligaciones de justicia. Es una señal de estrechez y pobreza espirituales pretender vivir, hoy en día, en un círculo homogéneo cerrado. ¡La diferencia es riqueza! La capacidad de entenderse bien con personas de otras etnias y creencias es la regla que indica el grado de sensibilidad y madurez de un ser humano. Según un proverbio chino, «la sabiduría comienza perdonándole al prójimo el ser diferente». No es una armonía uniforme, sino una tensión sana entre los respectivos polos, la que hace interesante la vida, le da profundidad y color.

Mientras que el multiculturalismo (ilimitado) es rechazable, la multiculturalidad —llamada también multiculturalismo fundamentado— no lo es. Una sociedad multicultural protege las diferencias, defiende la identidad de los diversos grupos que integra, y rechaza cualquier discriminación jurídica, política o social de los ciudadanos. Reconoce una igualdad radical ante la ley. Pero exige guardar los derechos fundamentales de la persona, y aceptar una cultura política conjunta como base de la vida común. Hay que tener en cuenta que la democracia no puede entenderse solo en el sentido de un procedimiento. «Una auténtica democracia… es fruto de la aceptación convencida de los valores que inspiran los procedimientos… Si no existe un consenso general sobre estos valores, se pierde el significado de la democracia y se compromete su estabilidad». En otras palabras, la verdadera democracia solo puede edificarse sobre una base firme y sólida.

Son los mismos inmigrantes —inteligentes e integrados en Europa— los que nos recuerdan estas verdades fundamentales. Así́, por ejemplo, Ayaan Hirsi Ali (de Somalia) —antigua diputada del parlamento holandés— advierte a las sociedades demócratas a que obliguen a todos los ciudadanos a guardar unos principios éticos fundamentales. Y Bassam Tibi —musulmán de descendencia siríaca y profesor de ciencias políticas en la Universidad de Göttingen— afirma que una multitud de culturas destruye la democracia, si no hay una «cultura líder» que los abraza a todos. Mejor dicho, lo que necesitamos, es un sólido fundamento para nuestra «casa europea».

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