Europa: entre la vida y la muerte

En el relato «El inmortal», incluido en El Aleph de Jorge Luis Borges, un viajero emprende un periplo hacia el oeste, guiado por el rumor de un río cuyas aguas otorgan la inmortalidad. Le habían dicho que su patria era una montaña al otro lado del Ganges, y que, desde allí, caminando hacia donde el mundo se desvanece, hallaría la ciudad de los Inmortales. Este viaje, cargado de ecos mitológicos, evoca las narraciones de aventureros europeos que, abandonando su hogar, se lanzaron hacia el Oriente en pos de quimeras, criaturas fabulosas y pueblos exóticos. En esas travesías, Europa misma se forjó no como un continente delimitado por fronteras geográficas precisas, sino como un mosaico de encuentros con lo otro, un espacio de reflexión sobre la propia identidad. Europa es, en esencia, un continuo heterogéneo, un ser cambiante que se redefine en cada época: la Europa de la polis y la civitas clásica, la multiforme Europa medieval, la utopista del Renacimiento, la optimista de la Ilustración, la revolucionaria de los ideales liberal-nacionales.

Sin embargo, los sueños de una Europa unificada bajo grandes imperios —el de Roma, el de Carlomagno o el de Carlos V— se desvanecieron frente a las fracturas de la historia. La Reforma y la Contrarreforma marcaron un punto de inflexión, cuyos ecos resuenan aún en nuestra contemporaneidad. El desafío de Lutero, amplificado por los príncipes alemanes, cristalizó en la dieta de Augsburgo de 1555 con el principio cuius regioeius religio, que sancionó la división religiosa y política del continente. El debate filosófico entre el libero arbitrio, defendido por figuras como Erasmo, y el servo arbitrio luterano-agustinista delineó un mapa de estados separados por fronteras ideológicas y físicas. La Paz de Westfalia en 1648, el Sistema de Viena de 1815 y la división en bloques durante la Guerra Fría son, en gran medida, herederos de esta fractura primigenia. Europa, desde sus orígenes, se ha construido en la separación, en la tensión entre la búsqueda de una identidad común y la diversidad irreconciliable de sus pueblos.

En el relato de Borges, el viajero alcanza la ciudad de los Inmortales, un lugar que, a primera vista, parece una obra divina: «Este palacio es fábrica de los dioses», piensa. Pero al explorarlo, corrige su impresión: «Los dioses que lo edificaron han muerto». Luego, observando sus complejidades, añade: «Los dioses que lo edificaron estaban locos». La ciudad, con su antigüedad abrumadora, su carácter interminable y su complejidad insensata, refleja la historia de Europa: un tapiz de grandezas y ruinas, de momentos de esplendor seguidos por episodios de barbarie. La Europa del progreso, la de la razón ilustrada, ha tropezado repetidamente con la sinrazón de las guerras, los genocidios y las crisis. Como señala Nietzsche, la crítica a los ideales humanistas y a los derechos universales revela una Europa en crisis, pero también una Europa ante una oportunidad. Heidrun Friese, en La otredad de Europa, sugiere que esta ruptura, aunque inicialmente dolorosa, abre caminos para la renovación. Walter Benjamin, por su parte, compara el despertar de Europa con el caballo de Troya: un acto subversivo que introduce la posibilidad de un nuevo comienzo en medio de la aparente derrota.

El viajero de Borges, al contemplar las ruinas de la ciudad de los Inmortales, descubre a sus habitantes: unos trogloditas degradados que viven en cuevas. Uno de ellos, que lo sigue en su periplo, resulta ser nada menos que Homero, el poeta de la Ilíada. «No debe sorprendernos», dice el narrador, pues Homero, tras cantar la guerra de Troya, también compuso la paródica Batracomiomaquia, la guerra de las ranas y los ratones. «Fue como un dios que creara el cosmos y luego el caos». Esta dualidad entre esplendor y decadencia resuena en la historia europea. A los momentos de grandeza —la filosofía griega, el arte renacentista, los ideales de la Ilustración— les han seguido crisis devastadoras. Sin embargo, como señala Husserl, el verdadero enemigo de Europa es el cansancio, la inercia que impide un nuevo despertar. Este despertar no puede ser un retorno al «racionalismo chato» criticado por Nietzsche, sino una reimaginación audaz de lo que Europa puede ser.

Jacques Derrida describe la identidad europea como «una memoria aún no disponible», un horizonte que se vislumbra, pero no se alcanza plenamente. Martin Buber, por su parte, afirma: «Sabemos que vendrá, no sabremos cómo vendrá. No podemos hacer otra cosa que estar preparados». Esta espera activa define a Europa: un proyecto en permanente construcción, un viaje sin fin. En Borges, el viajero reflexiona: «Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy». Europa, en su multiplicidad agotadora, es también este no ser: un mosaico de memorias y olvidos, de identidades que se entrecruzan hasta el absurdo.

Walter Benjamin nos recuerda que el presente es un desafío, un «aquí y ahora» que exige una revisión constante. La historia de Europa, como la ciudad de los Inmortales, está poblada de palabras y ruinas, de imágenes que el tiempo confunde. El viajero de Borges lo comprende al final: «Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; solo quedan palabras». En este desvanecerse de las imágenes, Europa encuentra su paradoja: es Nadie, como Ulises, pero también es todos. Su destino no está escrito, sino que se escribe en cada paso, en cada crisis, en cada renacimiento. «En breve, seré Nadie; en breve, seré todos: estaré muerto», concluye el viajero. Europa, en su eterno viaje, sigue buscando el río de la inmortalidad, sabiendo que el verdadero hallazgo no es la meta, sino el camino mismo.

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