«Sucede que a medida que se crea menos en el alma, es decir, en su inmortalidad consciente, personal y concreta, se exagerará más el valor de la pobre vida pasajera.» Miguel de Unamuno: El sentimiento trágico de la vida.
A medida que el hombre moderno ha perdido la fe en el alma inmortal, en esa conciencia personal y eterna que lo trasciende, ha comenzado a aferrarse con desesperación a la vida presente, fugaz, limitada. Como señala Unamuno, cuando se deja de creer en el alma como algo real y eterno, se hipertrofia el valor de la vida física, se la idolatra, se la convierte en el último bien absoluto. Estados Unidos, con su cultura del preparacionismo extremo, cada vez más extendida en el mundo occidental, es un síntoma de esta crisis: una nación tecnológicamente avanzada pero espiritualmente extraviada, que ya no cree ni en el hombre ni en un Dios que lo trascienda. Se prepara no para vivir mejor, sino para sobrevivir al colapso. Y quien sólo quiere sobrevivir, ya ha comenzado a morir, porque la vida se concibe como mera negación de la muerte.
Sin alma inmortal, el hombre ya no es un fin en sí mismo, como propugnaba Kant, sino un medio: medio de producción, medio social, medio biológico. El socialismo, que es el movimiento que pretende llenar el hueco dejado por el Dios muerto, transforma al hombre en engranaje de un sistema, en herramienta de la colectividad. Así, lejos de devolverle su dignidad absoluta, lo reduce a su dimensión material, negando lo que en él había de divino, de eterno, humanizándolo hasta el extremo de una naturaleza utilitaria. No es extraño, entonces, que muchas ideologías modernas hayan nacido de un duelo no resuelto, de una espiritualidad mutilada. Este es el argumento del verdadero fin de la Historia. Ya no hay dirección, ni impulso, ni sentido. Como las aguas de un río que llega a su delta, la Historia se fragmenta, se dispersa, se encharca. Lo que eran aguas impetuosas cercanas al cielo, es hoy un paisaje con semblanza de marisma.
El impulso épico, que antes elevaba al hombre hacia el misterio, se ha convertido en pura administración del presente. La humanidad, que en otro tiempo soñó con alcanzar lo eterno, hoy sólo quiere durar. El fin de la Historia es el fin del hombre como sujeto de sentido. Porque sin alma, sin Dios, sin destino, la vida humana ya no es tragedia ni drama, sino pantomima. Y el alma, olvidada, grita en silencio aquella advertencia evangélica también recordada por Unamuno: «El que quiera salvar su vida, la perderá».