Las raíces cristianas de Europa

Homenaje a Jutta BURGGRAF. Facultad de Teología Universidad de Navarra. Texto publicado originalmente en la revista Scripta

Contemplando la situación de nuestro continente, nos encontramos ante un cierto dilema: por un lado, hace falta mucha fuerza espiritual y claridad de miras para discernir lo sano de lo dañino y orientar a los demás. Por otro lado, estamos estancados en el invierno demográfico del viejo continente, sumidos en una débil cultura postmoderna, que está vacía de sentido y ha perdido el entusiasmo. Pero una crisis no es una catástrofe. Deberíamos descubrir la oportunidad que se encuentra en ella. La experiencia del fracaso puede ayudarnos a reflexionar con mayor profundidad y a descubrir, de nuevo, el sentido, la luz y el apoyo que proporciona el cristianismo a la vida del hombre y a la sociedad en su conjunto. 

La resignación ante la verdad puede considerarse el origen de la crisis de Occidente. Si no se admite ninguna verdad, no es posible distinguir entre el bien y el mal. Entonces, los grandes conocimientos de la ciencia se hacen ambiguos: pueden abrir perspectivas fascinantes y contribuir enormemente a un aumento de la calidad de vida, pero también pueden llevar a la humanidad al borde del abismo ecológico y al peligro de una destrucción nuclear. El cristianismo muestra una salida. No solo considera al hombre capaz de la verdad, sino que le ofrece la misma verdad eterna y absoluta, una verdad en que pueden basarse firmemente valores idóneos para una convivencia pacífica y respetuosa entre los pueblos.

Considerando estas realidades, se puede comprender la misión insustituible de la Iglesia: lleva su voz allí́ donde la verdad fundamental del hombre comienza a ser manipulada o negada, donde se violan los derechos inalienables de la persona. No pretende sustituir al Estado, sino contribuir a iluminar los principios universales que constituyen el fundamento de las democracias, y que algunas decisiones políticas pueden ofuscar o descuidar. Sin embargo, la Iglesia se halla en oposición frontal al escepticismo de la democracia relativista. De ahí se explica que los partidarios de esta forma de democracia la rechacen vehementemente. Tratan de impedir que cumpla su misión. Propagan, con respecto a la religión, un «modelo de indiferencia» o —aún más radical— un «modelo de exclusión», en cuanto niegan su papel público. Para muchos, la religión parece una «molestia social», tal como el humo, que se puede tolerar en privado, pero que en público debe someterse a estrechas limitaciones. Así, durante la campaña para las elecciones presidenciales en Francia, en 2007, el primer secretario de un partido político dijo claramente: «No hay lugar para la religión en la República que queremos».

La actual obsesión contra la religión lleva, a veces, a situaciones esquizofrénicas. La misma Francia, por ejemplo, ha solicitado incluir todas sus catedrales en el catálogo del patrimonio cultural del mundo, y no se puede negar que se trata de una herencia cristiana. A la vez, se ha opuesto a hacer, en el preámbulo de la Constitución Europea, una referencia al pasado (y presente) cristiano de Europa.

Pero pensar que se puede actuar religiosamente de manera neutral es una opinión al menos ingenua. Si nos apartamos de las grandes fuerzas religiosas y morales de nuestra historia y privilegiamos el laicismo, ya hemos tomado una decisión muy concreta: hemos optado en pro de la mencionada democracia relativista y multiculturalista. Esto es el suicidio de una cultura y de una nación.

Las raíces cristianas de Europa

No admite el menor examen negar que la fe cristiana es un elemento enormemente importante para describir la identidad europea. No se puede entender ni la historia, ni el arte, ni la literatura, ni tampoco la mentalidad occidental, si no se tienen en cuenta sus raíces cristianas. Fue en Europa donde se formuló́ por primera vez la noción de derechos humanos. Incluso el filósofo neomarxista Jürgen Habermas admite que «las ideas de libertad y de convivencia solidaria… (son) una herencia directa de la justicia judía y de la ética cristiana del amor. Esta herencia, sustancialmente inalterada, ha sido siempre hecha propia de modo crítico y nuevamente interpretada. Hasta hoy no existe una alternativa a ella». 

Podemos pensar también en el concepto de persona, que se fue formando durante los debates sobre la teología trinitaria en los primeros siglos cristianos; o en la idea de autonomía de las realidades naturales, o en el principio de subsidiariedad. Se ve que el cristianismo ha colaborado, de muchas maneras, en la formación de la cultura occidental. Pero la aportación del cristianismo no es solo un hecho del pasado. La fuerza generadora que ha tenido a lo largo de la historia sigue actuando hoy, ofreciendo los elementos que la democracia necesita. Podemos verlo en el mismo origen de la Unión Europea44, cuyos «padres» —Robert Schuman, Alcide de Gasperi, Konrad Adenauer y Jean Monnet— eran convencidos católicos. Roma fue, en 1957, el lugar histórico del establecimiento de la entonces llamada Comunidad Europea.

Es interesante considerar que incluso Joseph Weiler, norteamericano de origen judío, reclama una mención explícita del cristianismo en la Constitución europea. Y Benedicto XVI advierte a los políticos: «Este continente solo será para todos un buen lugar para vivir, si se construye sobre un sólido fundamento cultural y moral de valores comunes tomados de nuestra historia y nuestras tradiciones. Europa no puede y no debe renegar de sus raíces cristianas… El cristianismo ha modelado profundamente este continente, como lo atestiguan… no solo las numerosas iglesias y los importantes monasterios. La fe se manifiesta sobre todo en las innumerables personas a las que, a lo largo de la historia hasta hoy, ha impulsado a una vida de esperanza, amor y misericordia». El primer ministro de Turquía, Erdogan, reprocha a Europa que pretenda ser, todavía hoy, un «club de cristianos». Conviene tomar sus palabras al pie de la letra y llenar la casa de Europa desde dentro con una nueva vida.

La cultura postmoderna puede estimularnos a dar un testimonio convincente de la belleza de la fe. Si miramos a Cristo, nos damos cuenta de que nuestra fe es más y algo muy distinto a un sistema moral o a una serie de preceptos y de leyes. Es el don de una amistad que perdura en la vida y en la muerte. El cristianismo no es una reliquia del pasado, sino un tesoro del presente y una inversión para el futuro. Si proclamamos nuestra fe cristiana, esto no significa que despreciemos las otras religiones, sino únicamente que hemos sido conquistados por quien interiormente nos ha tocado, y que tenemos el deseo de animar a los otros a dejarse encantar por la figura luminosa de Cristo. No se trata de forzar a nadie a que se convierta. La verdad no se afirma mediante un poder externo, sino que es humilde, y solo es aceptada por el hombre a través de su fuerza interior. Pero el hecho de que la verdad se conoce por la fuerza de la misma verdad no significa solo la descalificación de todos los actos contrarios a la libertad y al aprecio de las decisiones de los demás. Implica igualmente la grave responsabilidad, para todas las personas, de buscar el sentido verdadero y completo de la existencia, cada una en la medida de sus posibilidades individuales. En este contexto, la «sed de Dios», que se expresa actualmente en múltiples posturas neopaganas, debe ser entendida, analizada y valorada con atención.

El desafío de una nueva inculturación

Al comunicar la fe, la Iglesia no quiere lanzarla sobre las personas, de manera que adquieran un barniz exterior cristiano, algo meramente yuxtapuesto. Por el contrario, la Iglesia desea que los cristianos integren su fe profundamente en su vida; que hagan verdaderamente «suyo» el modo cristiano de pensar, sentir y reaccionar. Por esto toma en consideración —lo ha puesto de relieve el Concilio Vaticano II— las mentalidades y sensibilidades diferentes de los hombres en todo el mundo y en todas las épocas. Se esfuerza por hacer penetrar el mensaje de Cristo en un determinado medio socio-cultural, llamándolo a crecer desde dentro según todos los valores propios, en cuanto son conciliables con el Evangelio. «Hay que evangelizar —destaca Pablo VI— no por fuera, como si se tratara de añadir un adorno o un color externo, sino por dentro, a partir del centro de la vida y hasta las raíces de la vida». En otras palabras, si —con la gracia de Dios— queremos ayudar a nuestros contemporáneos a encontrar la fe, tenemos que estar dispuestos a emprender un largo proceso de inculturación.

Cada pueblo tiene su historia, sus tradiciones y costumbres, y su «carácter» original. Tiene, sin duda, verdades y bienes propios. Al hacerse cristiana una persona, no hace falta —ni es deseable— que se separe de sus raíces, de su entorno familiar o social; se trata más bien que aprenda a llenar todos estos ambientes con la luz de Cristo. Los que le orientan, por tanto, han de tener un profundo respeto hacia el modo de ser de la otra persona, aunque sea muy distinto al suyo propio. Esto vale tanto para la transmisión de la fe en ambientes «extranjeros», como para la nueva evangelización de los mismos euro- peos, cuyas condiciones de vida han cambiado radicalmente. En efecto, se requiere una actitud de acogida en quien quiere comprender y evangelizar el mundo de este tiempo. La modernidad está acompañada de progresos innegables en muchos campos, materiales y culturales: bienestar, movilidad humana, ciencia, investigación, educación, nuevo sentido de la solidaridad… Hay que conocer más y mejor la cultura y las instituciones de los diversos pueblos y cultivar y promover sus valores y dotes espirituales… Todo lo que en las costumbres de los pueblos no está́ indisolublemente ligado a supersticiones y errores debe considerarse siempre con benevolencia y, si es posible, conservarse intacto y protegido. Solo así́ es posible impregnar la cultura con el Evangelio de Cristo.

La trascendencia de la Revelación

Con ello, es importante subrayar que el fin de la predicación cristiana no es la adaptación del Evangelio a la cultura, sino la transmisión viva de la verdad que salva. La buena nueva supera y trasciende todas las culturas. Justamente por esto es capaz de orientarlas. El Evangelio impone frecuentemente, donde se implanta, una conversión de las mentalidades y un cambio de costumbres. Purifica la cultura y la informa con valores naturales y cristianos. En consecuencia, una persona que sigue a Cristo no practica la eutanasia, ni vende drogas. Y tampoco juzga a los otros según lo que dicen los horóscopos.

Sin embargo, el «limite» de la inculturación no consiste solamente en el respeto de la dignidad de cada hombre. Tiene también una dimensión interior al misterio. Es decir, no se puede presentar la buena nueva en cualquier otro lenguaje que no sea el propiamente cristiano. No es posible, por ejemplo, «traducir» el Evangelio a un sistema hegeliano o marxista. O, si en cierta cultura no existen o no se entienden correctamente algunos conceptos claves como «naturaleza» o «persona», no se puede prescindir de ellos; habrá́ que enriquecer dicha cultura con estos conceptos, que son necesarios para la transmisión integra de la fe: Jesucristo es, según nuestro entendimiento limitado, una Persona (divina) en dos naturalezas (la divina y la humana).

Ciertamente, muchas palabras de las fórmulas dogmáticas proceden del ámbito filosófico, pero solamente se convirtieron en expresión de la fe cuando, tras una larga historia de disputa entre fe y filosofía, y con la ayuda del Espíritu Santo, llegaron a ser expresión especifica de lo que la fe puede decir sobre sí misma. Por lo tanto, esas palabras no son solamente el lenguaje del platonismo, del aristotelismo o de cualquier otra filosofía, sino que pertenecen al lenguaje propio de la fe que no puede cambiar. Considerando el misterio de la Eucaristía, con referencia al término transustanciación, Pablo VI advirtió́: «Estas fórmulas, como las demás que utiliza la Iglesia para enunciar los dogmas de la fe, expresan conceptos no ligados… a una determinada fase de progreso científico…, sino que manifiestan lo que la mente humana percibe de la realidad (divina)…, y lo expresa con adecuadas y determinadas palabras tomadas del lenguaje popular o del lenguaje culto. Por eso resultan acomodadas a todos los hombres de todo tiempo y lugar».

Por tanto, no es válida la tesis según la cual, así como en la cristiandad primitiva y medieval se presentó́ el Evangelio en las categorías propias de la filosofía griega, hoy en día se debería presentar en conceptos que tienen su origen en la religiosidad, cultura y filosofías de África o de Asia, o en la mentalidad del New Age.

La Revelación es superior a todas las culturas. Sin embargo, al transmitir la buena nueva de Cristo se transmite también algo de cultura. La razón se encuentra en el hecho de la Encarnación que, por haber sido integral y concreta, fue una encarnación cultural: el Hijo de Dios ha querido ser un judío de Nazaret en Galilea, que hablaba arameo, estaba sometido a padres piadosos de Israel y cumplía las costumbres de su pueblo. Dios ha querido unirse a determinadas condiciones sociales y culturales de los hombres con los que convivió. No todas estas condiciones son «accidentales». El Concilio Vaticano II invita a los cristianos «a buscar modos cada vez más apropiados para hacer llegar la doctrina a los hombres de su tiempo…, con el mismo sentido y el mismo significado». Recuerda el grave deber de conservar íntegro el depósito de la Revelación, para que la misma Palabra de Dios que los apóstoles recibieron y transmitieron fielmente, resuene en la Iglesia de todos los tiempos».

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